«Pasar página», una expresión muy típica que si no se entiende bien puede jugarnos una mala pasada. Muchas veces se usa como olvidarse del pasado, empezar de cero o siguiendo con la metáfora «empezar un nuevo capítulo». Don Giussani hablando de la «responsabilidad ante el hecho» dice lo siguiente: «La realidad que se nos propone corresponde a la naturaleza de nuestro corazón [...], corresponde a la sed de felicidad que tenemos y que constituye la razón de vivir, la naturaleza de nuestro yo, nuestra exigencia de verdad y de felicidad». También como primera premisa en el sentido religioso menciona: «el hombre solo se afirma a sí mismo verdaderamente cuando acepta la realidad [...] Para mí la razón es apertura a la realidad, capacidad de aceptarla y de afirmarla en la totalidad de sus factores.»
No lo cito porque quiera darme peso o autoridad, sino porque creo que lo explica muy bien. Negar una parte de nuestra realidad o de nuestra historia sería negarnos a nosotros mismos. Pasar página intentando olvidar lo que ha ocurrido, cerrar el capítulo y pretender que el pasado ya no forme parte de tu vida, es negar quién eres. Y sería algo irrazonable, porque iríamos en contra de nosotros mismos. Así de primeras uno se queda disgustado pensando que menuda mierda. Que hay muchas cosas que no queremos que nos afecten y que preferiríamos olvidar. Sin embargo, «La realidad que se nos propone corresponde a la sed de felicidad». No tengo que apartarme de mi realidad, no tengo que olvidarme de nada, ni alcanzar nada. En la realidad que tengo ahora, que tengo delante y que ha transcurrido a lo largo de mi vida, es donde encuentro la felicidad. Es el lugar donde Cristo me espera, para abrazarme y amarme, para saciar esta sed «el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed» (Jn 4, 14).
Entonces claro que hay que pasar página. No nos podemos quedar estancados, hay una realidad que me espera y en la que Dios me llama a ser feliz. Pero precisamente el transcurso del tiempo nos deja claro que la realidad de hoy corresponde al camino de ayer. Igual que «yo» hoy correspondo al Ignacio de ayer. No puedo seguir asombrándome por las nuevas páginas del transcurso de mi vida, si me quedo anclado y dejo de leer. Y tampoco voy a poder entender y disfrutar de lo que está por venir si no lo miro en contexto a mi historia y como Dios ha ido obrando en ella.
Seguir a Cristo conlleva inevitablemente abrazar el misterio de la realidad que se me propone. De aquello que se me presenta en mi vida y que Dios me llama a abrazar y vivir. Al igual que Cristo abraza el misterio de la cruz, abraza las palabras de María en las bodas de Caná, llora la muerte de lázaro o se asombra con el gesto de la mujer que rompe el perfume de alabastro. Jesús responde en cada momento consciente de la realidad, atento a lo que tenía delante. «Jesús vio una multitud y se compadeció de ella» (Mc 6, 34) «Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer?» (Lc 7, 44) «Jesús se quedó mirándolo, lo amó» (Mc 10, 21) «Al verla, Jesús la llamó» (Lc 13, 12) «cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Jn 1, 48) y miles de pasajes más. Es esta la mirada que tenemos que imitar. Una mirada que nos permite darnos cuenta de que hay Otro delante de nosotros. Una mirada que permite pasar página en la historia de amor escrita por Dios y saborear cada palabra, cada detalle. Una historia que solo completa puede cobrar sentido porque mirando a Cristo no hace falta arrancar ninguna página para ser feliz.